En el nombre de Europa: el Tratado de Roma cincuenta años después
«LA palabra Europa siempre está en boca de aquellos políticos que piden a otras potencias algo que no se atreven a pedir en su nombre», decía el canciller alemán Otto von Bismark a finales del siglo XIX. Esta frase sigue teniendo vigencia en el siglo XXI. Europa es una de esas grandes palabras, como la paz y la democracia, con las que se suelen adornar los grandes discursos políticos. Sin embargo, cuando un europeo habla en nombre de Europa casi siempre lo hace para defender los intereses particulares de una nación, una región o un determinado grupo. ¿Quién debe hablar en nombre de Europa? ¿Qué objetivos y qué principios debe defender? ¿Cuál es su porvenir?
Estas consideraciones estaban muy presentes en los años cuarenta, cuando comenzó la construcción europea, que dio un gran paso adelante con la firma del Tratado de Roma, cuyo cincuenta aniversario conmemoramos estos días. Por ese tratado, el 25 de marzo de 1957 se creaba la Comunidad Económica Europea y la Comunidad de la Energía Atómica, que tendrían una enorme repercusión en la economía de los países firmantes; pero sobre todo se logró algo mucho más importante para el porvenir del continente: por primera vez en la historia había una organización que aspiraba a representar los intereses colectivos de Europa, las Comunidades Europeas y unas instituciones supranacionales que trataban los problemas de los europeos independientemente de la nación a la que pertenecían. Este logro no fue tan perceptible inicialmente, pero con el tiempo acabaría teniendo un impacto revolucionario en la política europea, pues la construcción europea fue ante todo una revolución silenciosa.
Las Comunidades Europeas, inicialmente, sólo representaban a seis naciones; sin embargo, tenían plena legitimidad para hablar en nombre de Europa. Defendían el principio de que lo que les unía era mucho más que lo que les separaba, y que, a pesar de las rivalidades del pasado, compartían una raíz histórica común y una cultura que permitía a todos los habitantes del continente llamarse europeos por encima de sus orígenes nacionales. Defendían también el modelo de sociedad que tenía más legitimidad para llamarse europeo, el de la democracia liberal; no sólo porque éste era el modelo que estaba más en concordancia con los principios de Occidente, sino también porque era el único capaz de reconciliar en vez de enfrentar y, por lo tanto, el único que tendría porvenir a la hora de unir a los pueblos de Europa.
Aunque las Comunidades Europeas estaban abiertas a toda nación democrática del continente, sus posibilidades de ampliación eran muy limitadas en los años cincuenta, pues las fronteras de la Europa democrática no eran nada amplias; al sur de los Pirineos había dictaduras que hacían impensable que España y Portugal ingresaran en las Comunidades, al menos en un futuro cercano, y la ampliación al este del Telón de Acero, donde la mitad de Europa vivía bajo el yugo soviético era, cuando menos, utópico. Sin embargo, cincuenta años después, la Unión Europea cuenta con veintisiete miembros y aspira a seguir ampliándose, lo cual no sólo constituye la muestra más evidente del éxito de esta organización, sino que para la causa europeísta constituye un sueño hecho realidad.
Otro gran éxito a conmemorar cincuenta años después del Tratado de Roma es el económico. La Comunidad Económica Europea se creó con un fin muy específico, que era crear un mercado común y una unión aduanera entre sus miembros para fortalecer sus economías. Hoy la Unión Europea no sólo ha logrado la unificación económica, sino que se ha convertido en la mayor potencia comercial y la moneda única se disputa con el dólar el liderazgo mundial, todo lo cual era impensable hace unas décadas. Para aquellos que aún hoy se aferran al llamado patriotismo económico para defender a empresas nacionales, conviene recordar que los logros en el ámbito económico muestran hasta qué punto la mejor forma de defender el interés nacional es mediante la promoción de un interés general europeo, pues sólo de esta forma se puede lograr ser un actor global de peso.
Lo extraordinario de todo lo que se fraguó en el Tratado de Roma es que fue obra de un reducido grupo de personajes que luego serían llamados los padres de Europa. Lo que les unió fue la voluntad de poner fin definitivamente a los horrores de la guerra y la rivalidad entre pueblos de Europa, que había llevado a la ruina colectiva. Para ello se propusieron sustituir la mentalidad nacional por la europea e iniciar un camino por el que las naciones del continente avanzaran paulatinamente hacia la unidad. Fueron capaces de iniciar la construcción de Europa porque muchos de ellos tenían una formación que les permitía mirar más allá de su propia nación. Robert Schuman, Conrad Adenauer y Alcide de Gaspieri eran hombres-frontera que habían crecido entre dos naciones y padecido los efectos de las rivalidades nacionales. Jean Monnet, el inspirador de este proceso, era un auténtico ciudadano del mundo. La idea de la unificación europea atrajo también a personalidades de formación humanista y una visión muy cosmopolita, como fue Richard Coudenhove-Kalergi, autor de Paneuropa y fundador del movimiento que lleva este nombre, también escritores políglotas como Salvador de Madariaga, miembro fundador del Movimiento Europeo y del Colegio de Brujas. La construcción europea que comenzaba a tomar altura en 1957 fue una conspiración elitista, en la cual un puñado de personajes insignes apostó por un nuevo modelo de Europa sin precedentes en la historia, que situaría al continente en vanguardia de la innovación política y económica.
Resulta paradójico que en la Europa sin fronteras que hoy disfrutamos, cada vez hay menos hombres-frontera, menos personajes con vocación europeísta, por no decir cosmopolita, y que los políticos más significantes sean casi exclusivamente políticos de perfil nacional o regional, pero raramente europeo, y ésta es una de las razones por las que la Unión Europea atraviesa en la actualidad un momento crítico. La mentalidad nacional o provinciana predomina sobre la europea y la cosmopolita. Muchos hablan en nombre de su país o región, pero pocos son capaces de replicarles verdaderamente en nombre de Europa.
La conmemoración del cincuenta aniversario del Tratado de Roma es un buen momento para volver a motivar a la ciudadanía con el proyecto europeo. Para ello, más que resaltar los logros más evidentes, como la paz, la democracia y la prosperidad, conviene alertar sobre los retos que van a exigir más que nunca que Europa logre ser un verdadero actor global, ya que, nos guste o no, el porvenir del continente se decide por factores que están más allá de nuestras fronteras. Mientras en los consejos europeos nuestros ministros pelean por porcentajes y parcelas de poder con los que salir airosos en los parlamentos nacionales, en otros puntos del planeta millones de personas construyen nuevas potencias económicas que pueden acabar con la hegemonía occidental y ponen en peligro este modelo del estado de bienestar del que tantos ciudadanos se jactan. Mientras disfrutamos del llamado sueño europeo, las fronteras de la Unión Europea son constantemente invadidas por oleadas de seres desesperados que huyen de la pobreza y la opresión y que quieren formar parte de este sueño; y ante todo, mientras nos abastecemos de energía para mantener a flote nuestras economías, el fenómeno del cambio climático amenaza con consecuencias apocalípticas.
En 1945 muchos dieron la civilización europea por concluida. El Tratado de Roma, que marcó un hito en la construcción europea, hizo una importantísima contribución a revitalizar esta civilización y lograr lo que ha sido llamado el milagro europeo. El abismo recorrido en el último medio siglo debe servir de incentivo para enfrentarse a los retos del futuro, ya que éstos exigirán más que nunca una Unión Europea bien estructurada internamente y sobre todo fuerte en el ámbito global.
En conclusión, tanto para sus partidarios como para sus detractores, la Unión Europea debe adquirir cada vez más legitimidad para hablar y actuar en nombre de Europa; sin ella puede ocurrir que, cuando se celebre el centenario del Tratado de Roma, se haya vuelto al punto de partida en 1945. Con ella se puede aspirar incluso a hacer del siglo XXI un nuevo siglo europeo.
Por Julio Crespo MacLennan_ Historiador y escritor
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