"Querido Cristián: Lloré tu pena de corazón recordando el mío. Suelta mi corazón tu pena que está apretada para no convertirse en río, que se enmudece en la montaña de la vida..." La muerte de Clemente, el hijo de dos años del conductor de TV Cristián Warnken y Danitza Pavlovic, al caer a la piscina de su casa en vísperas de Navidad remeció fuerte a Bárbara Lyon.
La ex mujer de Andrés Allamand revivió de golpe la trágica tarde del 21 de marzo de 1990 cuando su hijo Juan Andrés, también de dos años en esa época, cayó a la piscina y quedó con parálisis cerebral.
Su batalla por la vida terminó hace cuatro años el 20 de noviembre de 2003 cuando, en medio del sueño, dio su último respiro.
Cuando Bárbara supo de la muerte de Clemente, la pena la inundó y, tras leer y "llorar" la columna que Warnken, se animó a escribir ayer en "El Mercurio", de inmediato le envió ese sentido mensaje.
"Lloré con él. Sentí mucha pena porque la muerte de un hijo, para cualquier familia, es un dolor profundo. Y a mí me hizo revivir todo lo que viví con Juan Andrés y lo que significa la pérdida, la ausencia, este dolor seco y donde todo se paraliza, todo queda como suspendido y como que todo lo que es materia pierde sentido. Creo que la pérdida de un hijo es la introspección más grande que puede tener un ser humano", relata tranquila, aunque se nota que mastica la pena en cada palabra que pronuncia.
"Clemente tenía una tremenda misión" Para Bárbara Lyon, la partida de Clemente, la tarde del 24 de diciembre, en víspera de la noche de Navidad, no es mera casualidad.
Hay niños que vienen destinados a crear conciencia en nuestra cultura en momentos que son clave. Clemente vino a este mundo con una tremenda misión. Mientras todos corrían por los regalos e imbuidos en una situación tan básica en un momento importante para los católicos, hubo un mensaje a través de él: que el amor es lo más importante, comenta.
Y enlaza la muerte del hijo de Warnken con el fallecimiento, también ese mismo día, del padre Sergio Correa, creador de la Fundación Las Rosas: "Ambos representan dos símbolos muy significativos en estas fechas, respecto a lo que es realmente importante en la vida".
Cuando se enteró de la muerte de Clemente, ¿qué fue lo primero que se le vino a la mente? Me puse más en el lugar de Cristián que en el mío. Y, bueno, también recordé lo que me pasó con Juan Andrés. Pero las cosas no son comparables. Lo que sí son comparables son la angustia y la desesperación de cuando la situación se te va de las manos y te das cuenta de que no tienes el control de nada. Que hay cosas que "tienen" que suceder. Lo único que uno puede hacer por ellos (los padres que pierden un hijo) es pedir por ellos, acompañarlos desde la distancia, con una profunda comprensión, sabiendo que es un proceso largo, que no termina nunca.
Justamente Warnken habla de un "duelo sin fin"... Mi experiencia es que el duelo va cambiando. Se pasa desde aquel momento en que todo se detiene, a tratar de retener, a recordar, a llorar. Yo lloraba 13 veces en el día, paraba y luego seguía. La ducha era mi lugar favorito para llorar. La pena te acompaña, es como un chorrito que está ahí, permanente, no hay escape. Pero es una pena que se va sanando, transformando.
"No creo en la culpabilidad" Bárbara Lyon habla desde los sentimientos y se muestra reticente a recordar detalles del accidente que sufrió su hijo hace más de 17 años.
"Uno queda en shock. La reacción fue no esperar la ambulancia, tomar el auto y llevarlo a la clínica. Uno trata de hacer respiración artificial y no sabe. No sé qué espera el Ministerio de Educación para que sea obligatorio que en los colegios se enseñen primeros auxilios", opina.
El padre Fernando Montes, en la misa de Clemente, instó a sus papás a no sentirse culpables. ¿Cómo vivió eso? No creo en la culpabilidad. Creo en la culpa de un asesino, de la premeditación, la alevosía y la mala intención. Pero para mí esto es algo que no tiene nada qué ver con la culpabilidad. Sobre todo con este tipo de niños. Clemente era tan loquillo como Juan Andrés. Mi hijo llegaba al mar y corría hacia adentro porque él "sabía nadar". No tenía ni dos años y se subía al estanque del baño del segundo piso y se asomaba por la ventana para saludar. Son niños que no controlan sus limitaciones.
En el caso del hijo de Warnken la piscina estaba enrejada. Conozco casos de niños donde estaban las rejas puestas, con malla encima, y la malla se hundió y el menor se ahogó, aunque después tuvo una muy buena recuperación. Los niños de ahora tienen una capacidad e inteligencia distinta. Se sienten todopoderosos, entonces se suben a las sillas, se trepan. Y uno los subestima.
¿Y cómo se supera el dolor? Abriendo y cerrando la llave. Pero la pena queda y ese espacio vacío se transforma en anécdotas, alegría, de cosas simpáticas que comienzan a superar a los pensamientos de "podría haber hecho esto, haber estado más tiempo juntos...".
Su muerte fue "un abismo feroz" Cuando Juan Andrés falleció, el año 2003, Bárbara dejó de ir por un tiempo a la Fundación Alter Ego, la misma que ella creó en 1992 a raíz de lo vivido por su hijo. Quería que en Chile, tal como ocurre en otros países, hubiera un lugar donde los niños con parálisis cerebral recibieran educación, rehabilitación, integración. Un colegio para ellos. Fue justamente la energía puesta en ese proyecto la que, asegura, la ayudó a salir adelante mientras Juan Andrés estuvo enfermo: "Me tiré de cabeza. No lo pensé ni lo elaboré, sino que hice lo que sentía que tenía que hacer". Pero cuando él falleció, todos los rincones del establecimiento y sus compañeros le recordaban su ausencia.
Y después de su muerte, ¿que la ayudó? Nada. Sólo entender el proceso de la vida y la muerte. Comprender los mensajes que te da la vida. Que estamos aquí y que tenemos herramientas para saber quiénes somos, con nuestras fortalezas, carencias y debilidades, pero que todo es prestado.
¿Qué fue lo más doloroso: el accidente o su muerte? El día que se fue, cuando supe que se había ido. Fue un abismo feroz, implacable. Es como que te cerraran la cortina y no hay nada más que hacer. Cuando fue el accidente, en cambio, era todo desconcierto, no había tiempo para llorar ni sufrir. Lo que había que hacer era trabajar y acompañarlo para sacarlo adelante. Es muy duro porque estás luchando contra una situación que, si bien va mejorando, es interminable. Pero el hecho de estar luchando te provoca una energía que se retroalimenta. Es sobrellevable. En cambio, la pena de la partida es como un espacio de silencio interminable. Es como el sonido del gong, que no acaba nunca.
"El me hizo trampa" Cuando Juan Andrés murió, Bárbara estaba en Honduras, acompañando a su madre, Silvia Correa, que se desempeñaba como embajadora en ese país. Se decidió a viajar porque Juan Andrés estaba recuperado.
Sin embargo, como ella dice, "él me hizo trampa. El estaba muy bien. Si yo hubiera estado, creo que no lo hubiera dejado irse. En ese sentido, no siento ninguna recriminación. Cuando llegué a Chile, le dije "me jugaste chueco, esto no estaba en el libreto". Y en eso, hay que tener cuidado con las cosas que uno pide, porque a veces llegan de la forma más inesperada. Recuerdo que siempre pedí morir después de Juan Andrés, para no faltarle nunca. Y así fue. Entonces, si uno lo pide y te lo dan, finalmente dices "cumplí".
Bárbara dice que siempre conversa con él y que le encomienda a sus hermanos: "El está siempre presente, pero de una forma muy diferente ahora. Tengo una conformidad con todo. Como que se cerró este proceso. Y espero que el próximo año ya venga la primavera", dice esperanzada.
"Yo dejé partir a Juan Andrés hace tres meses", confiesa ya más tranquila
Hace tres meses, semanas antes del cuarto aniversario de la muerte de Juan Andrés, Bárbara sintió que "lo había dejado partir".
Una noche nos despertamos al mismo tiempo mi hijo Raimundo y yo. El me dijo que durante el día se había acordado mucho de Juan Andrés e incluso llamó por teléfono a Dina, la enfermera que lo cuidaba, y hablaron largo rato. Y que se había despertado con la sensación de que había una sombra en su pieza. "Algo soñé, que me produjo una sensación rara", me comentó. A mí me había pasado lo mismo, pero no se lo dije, recuerda.
Al día siguiente, al mirar su velador donde tiene una foto de Juan Andrés y Raimundo, además de flores, "me sentí distinta. Y le pregunté a Raimundo si se sentía diferente. Me contestó: 'Sí, mamá, como que descansé'. Yo creo que hay un proceso, un momento en que suelta la pena".
¿Te sentiste aliviada, liberada, resignada? No, yo dejé ir a Juan Andrés. Uno tiende a retener y, en el fondo, es tan sabio lo que dicen los tibetanos que el desapego es poco hablado en la vida, pero es tan importante. En el living de su casa, uno de los cuadros de Bárbara Lyon ella es arquitecta y también se dedica a la pintura muestra el rostro de un joven, de mirada tranquila, pasiva. Está firmado por ella, el 2007. Y a los pies de la pared donde está colgado, un frondoso helecho lo acompaña.
¿Es Juan Andrés? No, él no tenía los labios tan gruesos... (se queda pensativa)... Pero, ¿sabes?, otro cuadro que pinté después de ese tiene algunos rasgos de él. No lo había pensado antes... Lo que más recuerda de su hijo es su risa "con cara de chino, a carcajadas. Le llegaba a dar hipo y apnea respiratoria cuando se reía mucho". También está en su memoria cuando le decía "Mamá" y cuando se enojaba si lo trataban de "Andy": "Es que él ya se sentía grande (tenía quince años cuando murió) y le gustaba que lo llamaran por su nombre: Juan Andrés".
Cristián Warnken se pregunta por qué Clemente sigue riendo, mientras todos lloran. ¿Qué cree usted? Eso es así. Eso es lo que nos dejan, puras cosas positivas, alegrías y los momentos más maravillosos. La muerte trae consigo una alegría que es muy loca, donde uno se acuerda de lo divertido y anecdótico. Nadie recuerda las cosas malas. Finalmente es muy sabia la muerte.
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