DESDE BESTIARIA: Imágenes de mujeres: la mocita Posted: 05 Jul 2007 04:17 PM CDT La mocita es una camarera menuda, malhumorada y perezosa que maltrata clientes y mezcla pedidos en un bar cualquiera de Capital Federal. En general, a la mocita no le gusta trabajar. Prefiere mirar televisión y conversar con otras mozas. Cuando un cliente la llama y está ocupada mirando una revista o imaginándose como protagonista de la novela de la tarde, la mocita se hace la distraída y se da vuelta. Está convencida de que traer mayonesitas, limpiar mesas pegoteadas de café volcado o levantar platos con esculturas de puré frio y colillas de cigarrillo está bien para otras chicas, pero es poco para ella. Tanto odia su trabajo, que a menudo se desquita con los clientes y la encargada del local, a quien desafía y boicotea, odiosa, con solapadas camarillas de mosquita muerta. Se hace la enferma los días de más trabajo, le ofrece a toda la concurrencia hablar con su jefa ante el menor inconveniente, y, callada, espera silbando que se acabe el edulcorante para ver a la encargada mendigarle de rodillas una bolsa de seis mil sobrecitos a un proveedor de Villa Zagala que le cobra doscientos cincuenta pesos de remise. Cuando la retan, la mocita jamás replica. Sólo pone mala cara, ladea su trompita insolente, sube las cejas, y revolea los ojos siguiendo una mosca imaginaria. Pero más tarde, cuando nadie la ve, cuchichea artificialmente con el repartidor de lácteos y tira frases en voz alta como "pero acá viste como es" o "ese no es mi trabajo viste, no es mi prolema" La mocita tiene, para sus clientes, una sola clase de respuesta: "no". No se puede cambiar la manteca por queso blanco. No tiene hora. No puede mudarte a otra mesa. No tiene cambio. No sabe en dónde para el colectivo 152. No encuentra el diario de hoy. No sabe cómo salió boca y no, nadie se olvidó un juego de llaves en el bar. Es, además, dura como una piedra para las cuentas, y no puede retener más de dos pedidos por vez. Le lleva un cortado a todos los que pidieron la "Promo 6" de milanesa, se olvida el azúcar, y calcula mal cuando tiene que cobrar. Y si el cliente la corrige, en vez de sentir vergüenza, le arranca el ticket de la mano y se lo tira a la encargada sobre la barra señalando la mesa en cuestión con su indignada nariz, y murmura que le descuente cuatro pesos del agua que nunca les llevó. Por otro lado, la mocita es siempre muy coqueta. Toda la energía que ahorra haciéndose la sorda con los clientes o escondiéndose en la cocina, la invierte en empotrarse los pantalones más ajustados que puede y embarrándose los ojos con delineador negro. La encargada la vive retando porque deja olor a perfume berreta y pasta de dientes en el baño, pero ella no puede remediarlo. El desodorante Jovialle es su heroína. Es, además, solidaria con los proveedores. Fomenta descaradamente la calentura del repartidor de lácteos, que la ametralla de guarangadas mientras descarga los cajones de leche en la vereda, y el amor sencillo del muchacho que trae las medialunas, a quien rechaza, melancólica y cachonda, todos los viernes. Su corazón no tiene lugar para corredores de golosinas o remiseros. La mocita está perdidamente enamorada de un cliente casado, cuarentón y medio chanta, que va todas las mañanas al bar a tomar un cafecito en la barra y a hablar a los gritos por el celular. Está convencida de que como sabe su nombre, le hace chistes y le mira el culo, en cualquier momento le pide casamiento y la saca de esa pegajosa pocilga para siempre. Para asegurarse su improbable conquista, la mocita atiende al cliente como una geisha. Lo llama por su nombre, conversan, se hacen bromas, y a veces, incluso, ella le cuenta alguna intimidad que él analiza con falso interés de pirata. Mientras tanto, nosotros podemos desgarrarnos la laringe para conseguir otro café o un enchufe para la notebook, aunque nos negará ambas gentilezas, ocupada, trepándose al palo de luz de la calle, como una mona, para bajar un cable pelado con la boca, para que su novio de mentira pueda enchufar su laptop y se quede a trabajar ahí toda la mañana, mientras deglute los cuatrocientos gramos de masitas que le llevó con su miserable café. |
Rodrigo González Fernández
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