Más allá de la noticia: Sistema de partidos: renovarse o fracasar / Luis Gutiérrez Esparza
Las disfunciones de aquel sistema de partidos se han convertido en paralizantes. En un sistema político y partidista competitivo, es lógica la competencia por separado o, en todo caso, mediante alianzas a partir de la independencia. La rigidez heredada del viejo sistema político se ha convertido en el ancla del inmovilismo actual.
Lo que el país requiere es flexibilidad política, a fin de que las personas y los grupos que participan y actúan dentro de los partidos con los que no guardan mayores simpatías o semejanzas, puedan moverse hacia otros sin pagar un costo tan elevado que resulte prohibitivo.
Es decir, el sistema político mexicano se ha tornado tan inflexible que conviven posturas e intereses tan encontrados en cada uno de los partidos, que resulta imposible identificarlos con precisión o que éstos funcionen de manera eficaz. Salta a la vista, como ejemplo evidente, el caso de las tribus perredistas.
Un sistema político rígido produce conflictos, disputas y parálisis. Un sistema político que favorece, por su flexibilidad, el movimiento de personas y grupos de un partido a otro, así como la creación de nuevos partidos, es un sistema que genera dinamismo y propicia alianzas que, en un momento dado, pueden converger en mayorías legislativas con relativa facilidad.
El sistema político mexicano actual es heredero del presidencialismo de antaño y evidencia las rigideces que produjeron esa historia y esa realidad. La rigidez e inmovilidad no son culpa únicamente de las personas que se encuentran dentro de los partidos, sino también de una estructura que hace tan oneroso el movimiento, que conduce a la parálisis.
Quizá lo fundamental es reconocer que a las disfuncionalidades del viejo sistema se agregaron nuevas fuentes de inflexibilidad, consagradas en la legislación respectiva: las reformas electorales desde la década de 1990, incorporaron nuevos elementos que tornaron la tradicional inflexibilidad en parálisis.
El hecho de que el erario financie a los partidos y las campañas, convierte al sistema partidista en un negocio y confiere a las franquicias partidarias un valor económico extraordinario. Sin los recursos financieros que hoy existen, no aparecerían ejemplares tan extraordinariamente escandalosos de negocios familiares o de grupo, como el PVEM y otros peores, por ejemplo el (venturosamente) extinto Partido de la Sociedad Nacionalista.
Obviamente, tampoco habría espacio para la ofuscación que hoy caracteriza a instituciones como el PRI y el PRD, donde existen conflictos internos obvios y profundas diferencias entre grupos, corrientes y hasta las famosas tribus (éstas últimas, fenómeno distintivo del perredismo y de la izquierda en general, proclive a la fragmentación sempiterna).
Por si esto no fuera suficiente, la legislación electoral crea un distanciamiento estructural entre los partidos y los ciudadanos. Una equiparación que puede servir para ejemplificar el problema, sería la siguiente: cuando una empresa resulta incapaz de hacer frente a sus obligaciones contractuales y se declara en quiebra, tiene dos opciones: buscar acuerdos con los acreedores para que se reconstituya una base sana de operación; o, con todas las partes dogmáticamente aferradas a su posición, condenar a la empresa al fracaso.
El punto es que el sistema político mexicano ha llegado a un momento de enorme riesgo, donde las opciones son renovarlo o fracasar. Hay un sinnúmero de componentes que tendrían que replantearse y corregirse para que se modernice y adecue a las nuevas realidades del país.
Sin embargo, si se acepta que el objetivo medular de una reforma institucional, incluyendo la del sistema electoral y partidista, tiene que ser elevar su representatividad y propiciar el desarrollo de una capacidad efectiva para tomar decisiones, entonces resulta evidente lo que se debería hacer.
La capacidad de tomar decisiones depende de la capacidad de los políticos, comenzando por los legisladores, para negociar sus posiciones respecto a un determinado tema e intercambiar apoyos en iniciativas que convengan a cada una de las partes. Esa es la forma normal de operar en las democracias modernas, misma que resulta prácticamente imposible en un país con las enormes rigideces que caracterizan al sistema político actual.
Lo que México requiere es que la legislación electoral facilite la creación de partidos, limitándolos no en el momento de su formación, sino en su acceso a los cuerpos legislativos: el Congreso de la Unión y los congresos estatales.
Es decir, si en lugar de hacer prácticamente imposible la creación de un partido, se facilita y, a la vez, se eleva el umbral de votos necesario para tener presencia en la Cámara de Diputados (por ejemplo, el 5% establecido en Alemania), serían los votantes, y no las burocracias partidistas que crearon la inflexibilidad, quienes decidirían cuáles subsisten y cuáles no.
Algo habrá que hacer, asimismo, con las candidaturas ciudadanas, sin desplazar el sistema de partidos, pero a la vez, sin imponer una carga partidaria a quienes puedan lograr apoyos sociales de diversa índole. Así está la disyuntiva final: renovar o fracasar.
Periodista y escritor. Licenciado en Ciencias y Técnicas de la Comunicación por la Universidad del Valle de Atemajac, en Guadalajara, Jal. Ha sido reportero, jefe de sección, jefe de información, jefe de redacción, subdirector y director de diarios y revistas, así como colaborador y conductor de programas en radio y televisión, guionista, productor y director de videodocumentales. Enviado especial y corresponsal de guerra en más de 30 países. Editorialista de Excélsior. Presidente del Círculo Latinoamericanos de Estudios Internacionales (CLAEI). Más información: http://claei.org.mx
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Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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