Cómo galopa tan a gusto la corrupción
Hubo corrupción en España en los últimos años del felipismo, la ha habido en Marbella, la hay en el Brasil de Lula. En esos casos tan desafortunados, por suerte preponderan en algún momento las resistencias del Estado de derecho y la opinión pública: al final hemos visto la caída de presuntos gigantes de las finanzas o de la política y su ingreso posterior en el sistema penitenciario. En otras zonas, en otros países, la corrupción ya es más bien sistémica. En esos Estados corruptos, el juez o el policía que deciden enfrentarse a la corrupción estructural son héroes solitarios casi siempre arrastrados por una causa perdida de antemano. Sólo la rectitud y la transparencia institucional -el imperio de la ley- pueden salvar a un país de verse chapoteando en los páramos de la corrupción.
Aunque sea una práctica de apariencia clandestina o al menos oculta, la corrupción tiene sus mapas y sus circunscripciones. Para la mayoría de analistas, África es el continente de la cleptocracia, hasta el punto de que los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales más rigurosas desesperan a la hora de enviar sus ayudas, porque al final -sean al contado o en forma de medicamentos- siempre acaban por enriquecer a algún gobernante. Quedan por suerte un puñado de misiones cristianas con credibilidad sobrada para distribuir ayudas y oponerse a ese galope incesante de la corrupción, considerado factor de alto riesgo para la inversión extranjera.
En una escala de 1 a 100, las administración pública más eficaz es la de Singapur, seguida por la de Finlandia y Chile. En la fase decreciente aparecen Ghana, Rusia, Venezuela y, casi bajo mínimos, Zimbabwe. La pregunta es si la comunidad democrática mundial debiera o no seguir suministrando ayuda económica a los países que continúan sin poner trabas reales a la corrupción pública. La pregunta se la ha estado haciendo el Banco Mundial pero hasta ahora sin obtener el eco merecido. Desde Europa, por ejemplo, no se juzga el método como el más adecuado, incluso después de haber constatado como las ayudas de la Unión Europea a la Autoridad Palestina acababan en las cuentas suizas de la familia Arafat. Cuesta entender que los países gestionados con mayor rigor sean los más prósperos y estables.
Esa es una cuestión de método y a la vez de sentido común: ¿debemos aceptar que parte de nuestros impuestos vayan a parar a los bolsillos de un autócrata del África negra o a un Tirano Banderas del Caribe? Es curioso que tales transferencias de fondos no nos indignen tanto cuando van a parar a un país extranjero que cuando las vemos ejecutadas en nuestro propio país. En realidad, la procedencia del dinero siempre es la misma: el esfuerzo del contribuyente. Aplaudimos que un juez en España encarcele al político que abusó de tanta prebenda pero nos quejamos -tal vez por buenismo, en nombre de una solidaridad caduca- si el Banco Mundial no contribuye a reducir la deuda de la República del Congo porque su presidente se ha gastado 80.000 dólares en una factura de hotel en Nueva York.
Tal vez la reticencia europea se deba en parte a que quien ahora preside el Banco Mundial es Paul Wolfowitz, catalogado a este lado del Atlántico como un peligroso halcón neoconservador. Pero por una vez Le Monde ha aplaudido a Wolfowitz: el dinero que la comunidad occidental envía para los pobres de los países pobres, para que los niños tengan escuelas, no debe ir a parar a las arcas de una nomenklatura ilimitadamente corrupta.
Otros países puestos entre paréntesis por Wolfowitz han sido Bangladesh, Etiopía, Kenia y también la India, por otra parte en la cresta de la ola high tech. En definitiva, para ir acabando con la pobreza hay que meter entre rejas a los gobernantes corruptos. Mutatis mutandi, eso también vale para la administración de cualquier ayuntamiento -grande o pequeño- de España.
Aunque sea una práctica de apariencia clandestina o al menos oculta, la corrupción tiene sus mapas y sus circunscripciones. Para la mayoría de analistas, África es el continente de la cleptocracia, hasta el punto de que los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales más rigurosas desesperan a la hora de enviar sus ayudas, porque al final -sean al contado o en forma de medicamentos- siempre acaban por enriquecer a algún gobernante. Quedan por suerte un puñado de misiones cristianas con credibilidad sobrada para distribuir ayudas y oponerse a ese galope incesante de la corrupción, considerado factor de alto riesgo para la inversión extranjera.
En una escala de 1 a 100, las administración pública más eficaz es la de Singapur, seguida por la de Finlandia y Chile. En la fase decreciente aparecen Ghana, Rusia, Venezuela y, casi bajo mínimos, Zimbabwe. La pregunta es si la comunidad democrática mundial debiera o no seguir suministrando ayuda económica a los países que continúan sin poner trabas reales a la corrupción pública. La pregunta se la ha estado haciendo el Banco Mundial pero hasta ahora sin obtener el eco merecido. Desde Europa, por ejemplo, no se juzga el método como el más adecuado, incluso después de haber constatado como las ayudas de la Unión Europea a la Autoridad Palestina acababan en las cuentas suizas de la familia Arafat. Cuesta entender que los países gestionados con mayor rigor sean los más prósperos y estables.
Esa es una cuestión de método y a la vez de sentido común: ¿debemos aceptar que parte de nuestros impuestos vayan a parar a los bolsillos de un autócrata del África negra o a un Tirano Banderas del Caribe? Es curioso que tales transferencias de fondos no nos indignen tanto cuando van a parar a un país extranjero que cuando las vemos ejecutadas en nuestro propio país. En realidad, la procedencia del dinero siempre es la misma: el esfuerzo del contribuyente. Aplaudimos que un juez en España encarcele al político que abusó de tanta prebenda pero nos quejamos -tal vez por buenismo, en nombre de una solidaridad caduca- si el Banco Mundial no contribuye a reducir la deuda de la República del Congo porque su presidente se ha gastado 80.000 dólares en una factura de hotel en Nueva York.
Tal vez la reticencia europea se deba en parte a que quien ahora preside el Banco Mundial es Paul Wolfowitz, catalogado a este lado del Atlántico como un peligroso halcón neoconservador. Pero por una vez Le Monde ha aplaudido a Wolfowitz: el dinero que la comunidad occidental envía para los pobres de los países pobres, para que los niños tengan escuelas, no debe ir a parar a las arcas de una nomenklatura ilimitadamente corrupta.
Otros países puestos entre paréntesis por Wolfowitz han sido Bangladesh, Etiopía, Kenia y también la India, por otra parte en la cresta de la ola high tech. En definitiva, para ir acabando con la pobreza hay que meter entre rejas a los gobernantes corruptos. Mutatis mutandi, eso también vale para la administración de cualquier ayuntamiento -grande o pequeño- de España.
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