Lo público: cinco errores
"Lo que algunos postulan en el nombre de lo público, de lo pluralista y de lo laico, es justamente lo de una determinada ideología, lo de aquel grupo específico de poder, lo de esa concreta facción partidista..."
Un niño juega con sus amigos en una plaza; usa la camiseta del más grande, la U; la pelota -de una marca internacional- se le escurre hacia la calle; un automovilista detiene su andar para que la recupere; un patrullero de Carabineros asiste a la escena.
Ahí está toda la vida real: personas concretas y sus relaciones más cercanas, vínculos con instituciones, espacios comunes, mercados en los que se involucran, presencia de otras personas algo más lejanas, y, finalmente, un Estado que debe... ¿controlar o facilitar o promover?
Esa es la naturaleza última de la discusión que se ha mantenido en los últimos días sobre la condición de lo público.
Al respecto, cinco son los errores más comunes.
Por una parte, la configuración de una entidad abstracta y gelatinosa: el público. Algo así como un magma social, una vaga abstracción que no existe en lugar ninguno, porque los miembros de esa categoría somos los mortales de carne y hueso, iguales en dignidad, pero sumamente distintos en intereses y aspiraciones. El supuesto público, en materia educacional, prefiere quedarse en su región o emigrar, estudiar ciencias o humanidades, escoger carreras cortas o machacarse con los once años de Medicina. No se puede unificar, no es reductible a esa abstracción que resulta útil a los planificadores. El público no existe; las personas libres, sí.
Por otra, la existencia de ofertas autodenominadas públicas (por ser estatales), las que tendrían un aura de superioridad. Pero esa es una petición de principios: el que se ofrece en esa condición se cree superior y descalifica a los demás oferentes sin permitirles demostrar su voluntad de servicio. Lo que corresponde es dejar a los que necesitan educación superior que escojan el modo -las instituciones- que los debe formar. Impedirles una elección respecto de iniciativas paritarias es determinarlos a escoger no lo mejor, sino lo excluyente.
En tercer lugar, lo público pretende mostrarse como lo incontaminado, como lo neutro, como lo aséptico. Algo así como un pabellón de avanzada cirugía en el que usted encontrará total seguridad.
¿Existe esa completa neutralidad? No, nunca jamás. Lo que algunos postulan en el nombre de lo público, de lo pluralista y de lo laico, es justamente lo de una determinada ideología, lo de aquel grupo específico de poder, lo de esa concreta facción partidista. En las universidades chilenas que, en el nombre de lo público, se llaman a sí mismas pluralistas sobran los ejemplos de manipulación y discriminación.
Nos dicen, además, que si el Estado es el que financia, obviamente debe preferir a las instituciones con marcada vocación pública, a las suyas. Pero el Estado no financia nunca nada. El Estado recauda sus platas y las mías, y debe, por lo tanto, ofrecer posibilidades justas a los que las necesitan, que son los mismos que los que las generan. En Educación Superior, la única manera de hacerlo es darles también igualdad de posibilidades a los que ofrecen alternativas diversas: no habrá redistribución de dineros si no se permite a los más pobres escoger lo que más les convenga. Obligarlos a tomar esta o aquella opción, en el nombre de lo público, es aniquilarlos desde el día de su matrícula.
Hay que sumar a las anteriores una consideración más de fondo. Se insiste en la superioridad de los bienes públicos, pero ¿no es acaso la vida humana una adecuada articulación entre esferas equivalentes, como son las públicas y las privadas? ¿No es la familia tan natural como la sociedad? ¿No es el proceso de aprendizaje tan íntimo como difusivo?
La verdadera subsidiariedad se instala siempre entre el individualismo y el estatismo.
Ahí está toda la vida real: personas concretas y sus relaciones más cercanas, vínculos con instituciones, espacios comunes, mercados en los que se involucran, presencia de otras personas algo más lejanas, y, finalmente, un Estado que debe... ¿controlar o facilitar o promover?
Esa es la naturaleza última de la discusión que se ha mantenido en los últimos días sobre la condición de lo público.
Al respecto, cinco son los errores más comunes.
Por una parte, la configuración de una entidad abstracta y gelatinosa: el público. Algo así como un magma social, una vaga abstracción que no existe en lugar ninguno, porque los miembros de esa categoría somos los mortales de carne y hueso, iguales en dignidad, pero sumamente distintos en intereses y aspiraciones. El supuesto público, en materia educacional, prefiere quedarse en su región o emigrar, estudiar ciencias o humanidades, escoger carreras cortas o machacarse con los once años de Medicina. No se puede unificar, no es reductible a esa abstracción que resulta útil a los planificadores. El público no existe; las personas libres, sí.
Por otra, la existencia de ofertas autodenominadas públicas (por ser estatales), las que tendrían un aura de superioridad. Pero esa es una petición de principios: el que se ofrece en esa condición se cree superior y descalifica a los demás oferentes sin permitirles demostrar su voluntad de servicio. Lo que corresponde es dejar a los que necesitan educación superior que escojan el modo -las instituciones- que los debe formar. Impedirles una elección respecto de iniciativas paritarias es determinarlos a escoger no lo mejor, sino lo excluyente.
En tercer lugar, lo público pretende mostrarse como lo incontaminado, como lo neutro, como lo aséptico. Algo así como un pabellón de avanzada cirugía en el que usted encontrará total seguridad.
¿Existe esa completa neutralidad? No, nunca jamás. Lo que algunos postulan en el nombre de lo público, de lo pluralista y de lo laico, es justamente lo de una determinada ideología, lo de aquel grupo específico de poder, lo de esa concreta facción partidista. En las universidades chilenas que, en el nombre de lo público, se llaman a sí mismas pluralistas sobran los ejemplos de manipulación y discriminación.
Nos dicen, además, que si el Estado es el que financia, obviamente debe preferir a las instituciones con marcada vocación pública, a las suyas. Pero el Estado no financia nunca nada. El Estado recauda sus platas y las mías, y debe, por lo tanto, ofrecer posibilidades justas a los que las necesitan, que son los mismos que los que las generan. En Educación Superior, la única manera de hacerlo es darles también igualdad de posibilidades a los que ofrecen alternativas diversas: no habrá redistribución de dineros si no se permite a los más pobres escoger lo que más les convenga. Obligarlos a tomar esta o aquella opción, en el nombre de lo público, es aniquilarlos desde el día de su matrícula.
Hay que sumar a las anteriores una consideración más de fondo. Se insiste en la superioridad de los bienes públicos, pero ¿no es acaso la vida humana una adecuada articulación entre esferas equivalentes, como son las públicas y las privadas? ¿No es la familia tan natural como la sociedad? ¿No es el proceso de aprendizaje tan íntimo como difusivo?
La verdadera subsidiariedad se instala siempre entre el individualismo y el estatismo.
Fuente:emol
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en “Responsabilidad Social Empresarial” de la ONU
Diplomado en “Gestión del Conocimiento” de la ONU
Diplomado en Gerencia en Administracion Publica ONU
Diplomado en Coaching Ejecutivo ONU(
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