a ha llegado carta | ||
Esta suerte de manía desatada por escribir cartas que les ha dado a nuestros políticos -desde luego, a dos muy encumbrados que, de cuando en cuando dejan a un lado sus agitadas agendas internacionales y se dignan visitarnos- cuenta con un largo pedigrí detrás. Lo curioso, sin embargo, es que no es un medio particularmente afín a quienes ejercen el poder de un tiempo a esta parte. Nuestros políticos actuales, a menudo, en vez de pronunciarse, terminan enredando el cuento y delatándose. El viejo axioma -quien explica, complica- no les puede venir mejor al callo. Por Alfredo Jocelyn-Holt | ||
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Una vieja historia Los antiguos inventan el género. Cicerón escribió tratados enteros sobre la república sirviéndose de cartas. San Pablo sentó doctrina, fundó y organizó nada menos que la Iglesia cristiana, la institución política de más larga duración en Occidente, a punta de epístolas que todavía se leen y releen. Maquiavelo, el principal teórico moderno del poder, sorteó el exilio de este modo y pudo retornar a Florencia "chaqueteándose": de republicano pasó a estar a favor de los príncipes. Locke y Voltaire, al igual que varios otros ilustrados, repararon que mediante cartas filosóficas se podía contar la experiencia de gobierno en otros países, crucial para así formar lo que, desde entonces, llamamos opinión pública. Tradición que durante el siglo XIX, liberales como Mazzini en Italia y el español Blanco White desde Londres, no sólo perpetúan, consagran. Por eso probablemente recurrimos al mismo término, "cartas", para referirnos tanto a reflexiones políticas teóricas como a constituciones normativas que regulan nuestra vida en comunidad. Juan Egaña manejó como nadie la sutileza en sus "Cartas Pehuenches". En efecto, en Hispanoamérica, desde el inicio, a las cartas se les estima imprescindibles, de casi igual peso incluso que matar indios, constituir cabildos o levantar catedrales. Hernán Cortés, hombre culto, las escribía de su propio puño y letra al rey. Pedro de Valdivia, en cambio, recurría a amanuenses que, a juzgar como retratan al "sujeto hablante" -Valdivia, un mandón un tanto engreído-, exageran la nota. Supongo que para justificar el sueldo de fin de mes, dichos escribientes fantasmas tendían a hacerle "la pata" al conquistador quien concatenadamente, a su vez, le sobrevendía este Chile miserable y "mal infamado" al Emperador. Joaquín Edwards Bello, riéndose de semejante embuste lobby estratégico, comenta en una crónica: "La carta de don Pedro de Valdivia, la del pie del Santa Lucía, ni la escribió Valdivia ni la leyó don Carlos V. Fue escrita por el secretario de cartas. Según don Germán Riesco, júnior, la calefacción de los antiguos inviernos consistía en leer la carta de Pedro de Valdivia donde dice que en Chile nunca hace frío". La Independencia, al igual que la Conquista, dio lugar a un gran efluvio epistolar. No hay ningún prócer o figura política que, a lo largo de ese rápido y turbulento período, no haya dejado una que otra carta por ahí, volcando y reflejando por escrito sus sueños y defraudaciones más íntimas. Bolívar, indiscutiblemente, el más grande entre tanto grande de aquella época, en no poca medida porque escribía como guerreaba, es decir, con coraje y consecuencia suficientes, sin cálculos, sin coquetería. Es que, a juzgar por esta actividad epistolar -esporádica y a menudo de medianoche cuando, depuestas las armas y en solitario, entran a asaltarlo a uno las dudas y campean los fantasmas-, a la hora de dirigir los destinos de un país se precisa tanto de una pluma elocuente como de cojones. Gobierno por correo La tradición, entre nosotros, la sigue después Diego Portales, nuestro más notorio plumífero político. Al punto que lo conocemos, en sus distintas facetas -comerciante, hombre público, juerguista, chinero, reflexivo y frío manipulador- básicamente a través de sus miles de misivas dirigidas a arranquines y socios (de negocios y política). Una correspondencia tan nutrida, honesta y libre de reservas que, gracias a ella, disponemos del retrato seguramente más fiel que poseemos de un individuo persona en toda nuestra larga historia. Se equivocan quienes piensan que Portales es protagónico porque es puramente un dictador. La fascinación transversal que todavía genera se debe más que nada a su extraordinaria y compleja personalidad humana. Que, a su vez, algunas de las mentes más lúcidas de este país, erradas o no, reaccionarias y ni tanto, hayan confeccionado una filosofía política a partir de sus órdenes y comentarios entremezclados con los negocios diarios y pedestres de su agitada vida, demuestra cuán potente puede llegar a ser un manojo de comunicaciones escritas a la rápida. Digamos que "al vuelo", pero de la historia, a sabiendas de que se es pieza clave, y por eso no pueden fallar ni la decisión ni la convicción, ergo, sin titubeos ni pelos en la lengua. De guiarnos estrictamente por el mayor número de palabras dichas y escritas, recogidas por la posteridad, no creo que haya alguien en Chile que todavía le haga el contrapeso. Otros políticos posteriores reincidieron en la práctica. Manuel Montt, a juzgar por lo que se ha recopilado, fue un asiduo corresponsal; sus intercambios con Sarmiento cubren 55 años. Del escritorio de Domingo Santa María salió una notable carta autobiográfica a Pedro Pablo Figueroa que constituye un manual de práctica política. En esta ocasión, Santa María confiesa que prefirió no separar la Iglesia del Estado porque así se la podía tener cortita. La costumbre la heredó su hijo Ignacio, autor de una de las correspondencias más humanas y desgarradoras de que disponemos, por encima de diferencias "políticas", nada menos que con su hija monja; recordemos que los Santa María eran una familia descreída y comecuras. Y, por supuesto, está también el llamado "Testamento Político" de Balmaceda, una larga disquisición apologética escrita antes de morir, entre las piezas literario-políticas más potentes que se hayan escrito en Chile. Más un tracto combativo, el de Balmaceda, que una carta propiamente tal, entroncado a ese otro y viejo subgénero panfletario que también responde a cierta vieja tradición. Santiago Arcos lo introduce en Chile en 1852, escribiéndole a su amigo Francisco Bilbao desde la Cárcel de Santiago, y cuyo modelo denunciatorio (mejorado gracias al Zola de J´Accuse) lo siguen Valdés Canje (Alejandro Venegas) escribiéndoles públicamente a Barros Luco y a Pedro Montt; y en nuestros días, Marco Antonio de la Parra encarando a Pinochet, epístola apócrifamente respondida por Pinochet/Sergio Marras. No los únicos; también Armando Uribe dirigiéndose a Patricio Aylwin y, luego, a Agustín Edwards; José Bengoa a Frei Ruiz-Tagle; Julio Silva Solar a Monseñor Medina; yo mismo a Andrés Allamand y a Eugenio Tironi; y Elicura Chihuailaf al mundo "huinca" chileno. La Mistral también en sus "recados" y cartas más o menos confidenciales a Radomiro Tomic desliza agudos comentarios político-epistolares. Una que otra excepción posterior En general, sin embargo, se observa un largo declive epistolar salvo una que otra carta memorable. A lo largo del siglo XX, la política fue tornándose cada vez más asambleísta, tumultuaria, y a modo de defensa y compensación corporativa, a puertas cerradas. Justamente, escenarios no conducentes a una reflexión más íntima entre quien escribe y quien lee. De hecho, como hemos visto, las cartas políticas se vuelven públicas, o se escriben para producir efectismos inmediatos, con lo cual nos privamos de ese otro lado más privado, intimista, en que vemos operar los dilemas éticos del poder. La carta de "no renuncia" de Carlos Ibáñez a Arturo Alessandri en 1925 es el mejor espécimen en su género. Ibáñez le escribe diciéndole que no va a abandonar el gabinete enteramente renunciado y, en postdata bombástica, le informa que, en consecuencia, todos los decretos presidenciales deben llevar su firma. Un golpe de fuerza y de Estado que hizo que Alessandri abandonara La Moneda por segunda vez. Ibáñez fue siempre un poco mudo -la antítesis del León-, pero esta vez más eficaz, y, para peor, seco y por escrito, sin derecho a réplica. La nota que Pinochet devuelve a los complotistas y en que estampa su firma y pone el timbre de la Comandancia en Jefe apoyando el golpe, en cambio, parece más bien un mero trámite burocrático. El golpe y la dictadura militar dieron lugar a significativos intercambios. En agosto de 1973, Tomic le emite proféticas palabras al general Carlos Prats: "Como en las tragedias del teatro griego clásico, todos saben lo que va a ocurrir, todos dicen no querer que ocurra, pero cada cual hace precisamente lo necesario para que suceda la desgracia que pretende evitar". La carta del mismo Prats a Pinochet, cuatro días después del golpe, es también muy dramática: "El futuro dirá quién estuvo equivocado. Si lo que Uds. hicieron trae el bienestar general del país y el pueblo realmente siente que se impone una verdadera justicia social, me alegraré de haberme equivocado yo, al buscar con tanto afán una salida política que evitara el golpe". En similar registro habría que mencionar la famosa carta de Eduardo Frei Montalva a Mariano Rumor, presidente de la Unión Mundial de la Democracia Cristiana, de noviembre de 1973, en que justifica descaradamente el golpe. A su vez, las cartas que se cruzan Bernardo Leighton y Frei Montalva en mayo y junio de 1975, terminan por personalizar, en estos dos viejos camaradas y amigos, el quiebre profundo al interior de la DC. Los malos momentos suelen generar exabruptos epistolares. Las cartas son un poderoso expediente; permiten sincerarse hacia fuera y hacia dentro. Pueden hacer las veces de espejo y/o de proyector. En las cartas, a menudo, se juega peligrosamente el juego de la verdad. Claro que cuando esto no ocurre es porque se opta por la salida más fácil y "política". Pinochet, en su "Carta a los chilenos" -estando acusado y detenido en Londres-, notoriamente lo comprueba. Pinochet no admite nada, se atrinchera en una defensa poco creíble y sólo clama de nosotros que lo compadezcamos. Evidentemente, fueron muchos quienes metieron mano en la redacción, y sólo salió de todo eso un camello. Pinochet desaprovechó tanto el género como la ocasión. ¿Y hoy por hoy? Sospecho que detrás de estas últimas incursiones epistolares de los presidenciables Lagos e Insulza pasa algo bastante similar. Está visto que no tienen idea de cómo escribir cartas y pasar a la historia. Ponen condiciones que no se van a cumplir, y además pecan de ingenuos haciéndolas públicas. Debieran dedicarse a leer más que a puramente presentar libros. Obviamente no leyeron uno de los libros de cabecera de la señora Bachelet, La Silla del Águila, de Carlos Fuentes, novela epistolar, en que en la página 4 (no hay que avanzar mucho) aparece un viejo político, de tradición PRI-mexicana, diciendo: "Es regla de oro no dejar nada por escrito y mucho menos comentar las opiniones que se vierten sobre uno". Si esto no les basta, podrían en sus innumerables viajes de aquí a acullá (en primera clase se lee muy cómodamente bien, hasta con lamparita), adentrarse en otro libro favorito de nuestra presidenta, Los Idus de Marzo de Thornton Wilder. El libro de Wilder es una recopilación de cartas que circulan justo antes de la muerte del César, escritas por el Dictador y quienes complotan para asesinarlo. Se trata de una magnífica novela histórica, que en palabras de la señora Bachelet a la revista Gatopardo un poco antes de que asumiera, vale la pena porque muestra "que hace mucho tiempo existían las mismas batallas por el poder". ¿Qué curioso que este gobierno se haya iniciado en torno a libros de ficción escritos a modo de cartas, y se esté cerrando (alguien lo duda) en torno también a cartas? Cartas van, cartas vienen. Nada fluye como el volátil poder. Señal, presumo, que en círculos gobiernistas llevan demasiado tiempo en el aire; si no mareándose, viviendo más cerca de la ficción que de la realidad histórica aterrizada. En una de éstas se han convertido en personajes de una novela todavía en busca de un buen autor. |
Saludos
RODRIGO GONZALEZ FERNANDEZ
DIPLOMADO EN RSE DE LA ONU
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