Derecho y responsabilidad social
POR ANTONIO HERNÁNDEZ-GIL, DECANO DEL COLEGIO DE ABOGADOS DE MADRID Lunes, 04-08-08 EN ABC
PUEDO recordar a mi padre, presidente de las Cortes constituyentes, explicando cómo el artículo 1 de la Constitución combinaba, mejor que cualquiera de sus precedentes, los términos «Estado», «derecho» y «social» con el principio democrático y el valor de la justicia. La sujeción general al derecho se conjuga con el designio de superar todo posible formalismo en el camino hacia un orden social (más) justo. Bastaría alterar la disposición de cualquiera de las palabras para que su sentido fuera distinto y, seguramente, menos pleno: «España se constituye en Estado social y democrático de derecho que propugna como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo jurídico». No hay normas jurídicas irrelevantes y el espíritu constitucional, que a veces parecemos arrastrar con pasos cansados, ha dejado ideas nucleares con capacidad para atraer las transformaciones más actuales de la realidad social y el derecho.
Treinta años de jurisprudencia constitucional han hecho escaso uso de esa noción del «Estado social de derecho», como si se tratara de una reflexión teórica, metajurídica, alejada de la posibilidad del conflicto a resolver en sentencia. Hay, no obstante, consenso en ver tras ella un criterio interpretativo de otras normas, en clave de interés general, y un principio inspirador de derechos sociales (educación, vivienda, salud, medio ambiente, trabajo) que impulsan la acción legislativa y de gobierno y dotan de finalidad a la economía de mercado, convirtiéndola también en «economía social de mercado».
Son otros principios los que, en numerosas resoluciones de tribunales, han dinamizado el ordenamiento introduciendo la perspectiva de «lo social» como instancia conformadora de derechos subjetivos y fuente de obligaciones. Entre ellos, la función social de la propiedad en el art. 33 de la Constitución, anticipada en nuestra doctrina con la más primaria «función social de la posesión», o la prohibición del «uso antisocial» del derecho en el Código civil. Pero en estos casos la «función social» necesita de una norma previa, de la que nace el derecho que se limita, y, en suma, presupone la acción del Estado. Sin embargo, la valoración del ingrediente social de la convivencia y la aspiración de relaciones humanas más justas no pueden depender sólo de la acción pública o de la preexistencia de una norma que lo ordene. Todos estamos comprometidos, en un cierto sentido jurídico del término, con los demás y nuestro compromiso es anterior a la norma positivada, a la que no puede reducirse un derecho cada vez más abierto al mundo de los valores.
Desde principios del siglo XX se sintió la necesidad de valorar el ingrediente moral en el derecho surgido del proceso codificador, sobre todo en el derecho civil como derecho de la persona, subrayando el papel rector de la buena fe, de la prohibición del abuso del derecho o de la moral y el orden público como límites a la autonomía de la voluntad. La evolución posterior es la historia de una mayor permeabilidad entre normas y valores sociales y éticos. Nuestro tiempo está saliendo de los esquemas individuales y liberales con que nació el Estado moderno a través de principios como el de la responsabilidad social o el reconocimiento de los derechos de las víctimas, con virtualidad no sólo para mitigar los derechos de otros, sino para superponerse a ellos, rompiendo criterios de igualdad formal.
La responsabilidad social corporativa, por ejemplo, se ha convertido para las empresas en una exigencia del mercado -de la sociedad por tanto- que les obliga a ir más allá de las obligaciones legalmente establecidas para atender a sus empleados, consumidores, socios o proveedores, y mejorar la situación de las comunidades donde se proyecta su acción. Deben hacerlo con transparencia, de una forma regular que tiende a homogeneizarse para facilitar la evaluación y la comparación; incluso frente al mandato básico para las sociedades mercantiles de maximizar el beneficio de sus accionistas. La contradicción puede salvarse diciendo que la responsabilidad social corporativa es necesaria para atraer inversores y fidelizar clientes y empleados; pero la exigencia es anterior a la capacidad de aprovechar sus ventajas competitivas. Lo que está en juego es un concepto integrador y axiológico de «creación de valor» o «riqueza» (como en el art. 128.1 de la Constitución) frente al «ánimo de lucro» a corto plazo en el puro sentido mercantil.
¿Y por qué hablar sólo de responsabilidad social de las corporaciones? ¿No tenemos cada individuo una posición en la sociedad que, en mayor o menor grado, opera sobre los demás y tiene, aun modesto, un valor económico susceptible de redistribución? Los profesionales del derecho, y en particular los abogados, que operamos con el valor de la justicia como herramienta de trabajo y planteamos y resolvemos problemas complejos con el consejo, la mediación o la defensa, estamos acostumbrados a autoexigirnos esa función social que trasciende la relación con el cliente bajo la óptica de un encargo pagado y reunimos óptimas condiciones para liderar la búsqueda de la paz social. Hace no muchos años, debíamos prestar personalmente la asistencia jurídica gratuita a quienes carecían de recursos en un turno de oficio obligatorio y no remunerado. Hoy, al margen de la insuficiente compensación de esas prestaciones, soportamos todos, a través de los Colegios de Abogados, con nuestras cuotas, servicios de orientación y asistencia jurídica a los ciudadanos -inmigrantes, víctimas de violencia de género, presos- que van más allá de cualquier deber legal y de una valoración económica. Socializamos, desde el privilegio a veces dudoso de un título profesional, el retorno a la comunidad de lo que la comunidad nos ha dado; pero, si se me permite una valoración personal, la medida de esa redistribución es todavía muy pequeña: choca con formas decimonónicas de sensibilidad y organización.
En el último año todo un expresidente de los Estados Unidos escribe un libro sobre «Dar; cómo cada uno de nosotros puede cambiar el mundo», y un vicepresidente recibe el premio Nobel por su labor sobre el cambio climático desafiando los intereses económicos de grandes firmas que, a su vez, se enfrentan a organizaciones no gubernamentales que reciben de inversores institucionales el encargo de demandarles mayor responsabilidad social, erigiéndose en nuevos interlocutores lejos de su antigua marginalidad. Estamos ante un cambio profundo que trasciende de los meros estados de opinión para afectar a la dimensión social del derecho.
No hablo de una transición fluida y lenta, sino de un cambio de modelo en cuyo tránsito se difumina la frontera entre lo voluntario y lo obligatorio. No es sólo que el mercado como sujeto abstracto requiera de tales acciones sociales, sino que éstas son reivindicadas por sus beneficiarios: los trabajadores que reclaman políticas de formación, igualdad efectiva o conciliación; las comunidades afectadas por el impacto medioambiental de una empresa que piden compensaciones más allá de lo legalmente previsto o el derecho a ser informadas y oídas (¿sólo oídas?) para la adopción de políticas industriales que afecten a su medio. Las cuestiones pueden escalarse: el respeto a los contratos firmados, el sistema tributario, las reglas de juego de la inversión, parece como si pudieran alterarse de la noche a la mañana invocando «derechos históricos» o «nuevos derechos» de sujetos individuales o colectivos -los tiempos y los espacios se comprimen- que no eran «el derecho» dado.
Es el Derecho -y el concepto mismo de Derecho- lo que cambia; y ese cambio requiere de altas dosis de responsabilidad: equilibrio de intereses económicos, respeto a los principios que sustentan un marco constitucional de enorme capacidad transformadora, y el esfuerzo y la imaginación de todos para impulsar el proceso y, más allá de nuestras estrechas y un tanto ilusorias fronteras, dotarnos de las instituciones globales que son imprescindibles para una sociedad más global y solidaria.
ANTONIO HERNÁNDEZ-GIL
Decano del Colegio de Abogados de Madrid
Rodrigo González Fernández
Diplomado en RSE de la ONU
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