Carlos Larraín Peña
De un tiempo a esta parte se habla y se escribe sobre propuestas de acuerdo de vida en común que vendrían a resolver la situación de muchos compatriotas. Todas ellas tienen como centro el aspecto afectivo sexual y, por lo mismo, se orientan a esas formas de convivencia, incluyendo la vinculación homosexual. En efecto, las propuestas, a pesar de proclamarse como amplias y realistas, encierran una simplificación de las variadas tendencias asociativas que se dan en la vida desde tiempos muy remotos.
Luego de analizarlo con personas de distinta formación, propongo un esquema de legislación mucho más abarcador que podría originar un Pacto de Vida Solidaria. Este esquema se haría cargo de una serie de situaciones, además de la convivencia entre dos personas, que son bastante comunes:
i) La que supone la perpetuación intergeneracional de arreglos monoparentales: abuelos, hijos y nietos que viven allegados bajo un mismo techo.
ii) La asociación entre dos o más personas solas, viudos, viudas u otros, que posean algunos bienes y que si vivieran en comunidad podrían hacer mejor frente al envejecimiento, compartiendo un techo (" beguinage ").
iii) Asociaciones movidas por razones ideológicas, como por ejemplo las ecologistas, o por los deseos hoy muy activos de conducir en comunidad una vida más simple y más apegada a la naturaleza.
iv) Vinculaciones de base moral o religiosa que buscan un desarrollo alternativo y que no están amparadas por el derecho civil o canónico.
v) Puede incluir opciones actualmente presentes, y que tienen que ver con posturas, etnias, tribus urbanas, maneras de relacionarse, vestimentas, códigos particulares que se remontan a épocas en que había asociaciones tipo clanes.
Lo aquí propuesto no vendría a posibilitar formas de relación indeseables que hoy no se den en la realidad, sino que, al contrario, permitiría arreglos que reflejan la libertad asociativa entre personas y el interés de muchos por auxiliarse recíprocamente por los más variados fundamentos.
Podría aumentarse el número de aplicaciones, pero, al menos, puede sacarse a colación el caso de la colonia tolstoiana de Fernando Santiván y D'Halmar (comienzos del siglo XX) y que quería imitar formas de vida colectiva en torno a la tierra y lo que producía. Cito lo anterior para demostrar que lo que se propone no es irreal, para no mencionar las misiones jesuitas en Argentina o en Paraguay, los kibutz de otras latitudes o las comunidades indígenas de Ciro Alegría. En todos estos casos y en otros que vendrán existe la misma materia de la que hacerse cargo: una asociación no reconocida por la ley, que tiene efectos patrimoniales, derechos y obligaciones, y que puede generar injusticias al producirse su término. Ante esta realidad, ¿debemos centrarnos fragmentariamente en el tema de la precariedad de ciertas uniones?
Las propuestas de un acuerdo de vida en común que se barajan tienen la desventaja de crear una institución cuasi conyugal que sin embargo no tiene la dignidad anexa a la institución del matrimonio, como no podía sino ser, ya que a la sociedad le interesa el fomento de la familia de base matrimonial, factor que permea el derecho. Pero el propósito de este artículo no es buscar las debilidades de lo que se ha propuesto, que son muchas, sino que las de las personas que hoy viven en situaciones de hecho, y lo hacen muchas veces precisamente porque desean la informalidad. Ésta suele tener encantos y ventajas que se avienen con la psicología actual. Ninguna de las propuestas vigentes va a obligar a ninguna de las que hoy día constituyen parejas de hecho a regularizar retroactivamente su situación, aunque más no sea por la complejidad de la fórmula propuesta.
En cambio, lo que aquí se expone viene a reconocer que a las expresiones legítimas de la asociatividad humana debe dárseles un cauce respetuoso de la libertad sin atender sólo a su contenido afectivo o sexual, sino porque emanan de la autonomía personal. Así, quienes concurran a la celebración de un compromiso de poner sueños, trabajo y bienes en común para procurar sostenerse mutua y solidariamente y vivir juntos tendrán la respetabilidad que otorga el derecho positivo a una cierta forma de relacionarse. Desde luego que lo que se propone conllevará compromisos de los partícipes que deberán hacer contribuciones a la forma de cooperación que se cree; es decir, habrá derechos y deberes. Este Pacto de Vida Solidaria sería una forma de comunidad sobre bienes que nacería por la vía contractual, incluiría normas sobre disposición de los bienes, fueran muebles o inmuebles, sobre solidaridad pasiva y formas de repartir el producto de la colaboración en pro de la vida comunitaria y alguna norma de tipo sucesorio que flexibilice la cuarta de mejoras. Todo lo anterior sin afectar las instituciones de los alimentos que por ley se deben y las legítimas, tan importantes en nuestra ley, para proteger a la descendencia y a la cónyuge.
Sin embargo, un mínimo de honestidad intelectual obliga a reiterar que ninguna de las fórmulas en discusión logrará el efecto de dar amparo a la conviviente, madre soltera, que difícilmente podrá conducir a su pareja a una notaría a celebrar un contrato que la proteja en su precaria situación. Esgrimir lo contrario, es poco serio.
CONSULTEN, OPINEN , ESCRIBAN .
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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