Cuando ya comienza a pasar el impacto de las declaraciones de James Hamilton en Tolerancia Cero, cuando otros temas irrumpen literalmente a balazos en la agenda, cuando la impresión inicial deja paso a los matices, conviene detenerse un instante a revisar por qué la entrevista a una víctima de abusos se convirtió en uno de los mayores hitos televisivos de los últimos años.
Tal vez las respuestas a esa pregunta nos revelen aspectos desconocidos de nosotros mismos.
La primera conclusión provisional es que el valor es un bien escaso en la TV. James Hamilton es un hombre que ha enfrentado por años la indiferencia, las burlas, las presiones y hasta las amenazas de personajes más poderosos que él. Y no ha sido vencido. De ahí extrae su valor. Muchos de los otros personajes que habitan nuestra televisión, desde las figuras de la farándula hasta los políticos más encumbrados, han debido firmar algún pacto con el poder, han sufrido esas ínfimas o enormes derrotas que van minando sus ímpetus de juventud. Han perdido la ingenuidad y ya no creen que inmolarse en la pantalla pueda cambiar algo o traerles algún beneficio. Y hacen sus cálculos. No dicen todo lo que piensan, sino lo que calculan que les favorece. Ahí está la raíz de su derrota mayor. Y eso es lo que convierte a la TV en un show sin trascendencia: la dictadura del cálculo y lo políticamente correcto.
Pero hace falta algo más que valor para trascender. Se requiere credibilidad, esa cualidad también escasa que la TV desnuda más que cualquier otro medio, que se detecta en el tono de voz, en las microscópicas vacilaciones del discurso, en los silencios, en la mirada. En su casa, el espectador se transforma en un juez implacable: le creo o no le creo. Y resulta que a muchas de las figuras que han hecho de la fama su profesión, la gente les cree poco o nada. Ni siquiera algunas de las figuras más intocables de la TV se salvan ahora de la sospecha y la duda. Y en ese escenario, un hombre sin miedo, que admite sus errores, que incluso reconoce sus culpas, es una rareza. Esa noche, Hamilton logró en pocos minutos lo que muchos intentan toda una vida sin conseguirlo: se le creyó todo.
Y finalmente, no nos engañemos, hay que decir cosas que una gran mayoría siente como ciertas y que ha esperado años para verlas en la TV. La Iglesia Católica, sus autoridades en Chile, han venido acumulando una larga serie de deudas mediáticas. Han ido admitiendo a regañadientes lo que antes rechazaron como meros infundios. En la peor de las estrategias, han optado por la dilación y el secreto, cuando no la arrogancia, ante acusaciones graves. Cuando un semidesconocido dirigente opositor a la dictadura, Ricardo Lagos, se saltó las reglas del programa al que había sido invitado y apuntó con el dedo a Pinochet, conectó de un modo profundo con un anhelo mayoritario y fuertemente reprimido de la población. Guardando las distancias, James Hamilton hizo lo mismo el pasado domingo. Fue un "yo acuso" que millones de chilenos, católicos y no católicos, estaban esperando por años.
Por cierto, la verdad de Hamilton puede no ser toda la verdad e incluso puede que ni siquiera sea la verdad judicial al final del proceso que ha sido reabierto en los tribunales.
Pero un anhelo profundo de los chilenos habló por su boca esa noche. "La verdad -dijo Hamilton- no se actúa: es".
Valiente, creíble y certero, el testimonio del doctor Hamilton perdurará por mucho tiempo en la memoria colectiva como uno de esos escasos momentos en que una verdad dura, pero imprescindible, irrumpió como un mazazo a las pantallas de TV.
CONSULTEN, OPINEN , ESCRIBAN .
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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